Arcanos Menores – As de Coupe

Como los Microcuentos del Tarot se resisten a ser cortos, han pasado a ser simplemente cuentos en una metamorfosis nocturna. El cuento del As de Copas es tan largo que lo subiré en dos veces. Es la primera versión, sin corregir ni pulir. Espero que os guste.

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>> Allí estaba, en la puerta de su nueva casa, la primera vez que iba a vivir sola. Los de la mudanza habían llegado antes que ella (se había perdido), y habían dejado todas las cajas en la calle.
La casa quedaba algo lejos del centro de la ciudad. Estaba en una urbanización que se había quedado a medio construir. No le gustaba la idea de estar sola en medio del campo, la casa era demasiado grande y además se encontraba en avanzado estado de ruina. Pero el alquiler era muy barato y tenía espacio para meter todas sus cosas. Casa y estudio todo junto y a un módico precio. Se quedó mirando la fachada llena de desconchones, las barandillas acaracoladas y oxidadas, los parterres marañas salvajes que en otro tiempo debieron estar llenos de flores… Debió ser una casa bonita, se dijo a sí misma, no se puede negar que tiene su encanto, resulta romántico…
– MIERDA- comenzaba a llover y todas las cosas estaban en la calle.

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Todo estaba por en medio, aún empaquetado en las cajas de cartón mojadas. La casa olía a moho y humedad. Todo estaba muy sucio. Muchas cosas estaban rotas o no funcionaban. No había luz en todos los cuartos. La cocina era muy antigua, un desastre. El agua salía turbia y las tuberías sonaban por toda la casa cuando abría los grifos. Los lavabos daban asco…
No tenía ánimos para hacer nada. No sabía por donde empezar. No tenía dinero para hacer grandes reparaciones. No tenía dinero.
Buscó una caja en la que ponía menaje. La abrió: había un montón de platos, la mayoría rotos. Buscó otra con la misma inscripción: había tazones, mugs, vasos. Todos los vasos de cristal estaban rotos. Sacó una taza y la enjuagó bajo el grifo. Se sirvió un té verde. Sospechaba que no iba a tener que colocar mucho menaje.
Llamaron a la puerta. ¿Quién podría ser? Casi nadie sabía aún su nueva dirección. Esquivó las cajas apelotonadas en el recibidor para abrir. Era una mujer desconocida. Le llamó la atención lo flaca que era. Iba vestida con vestido estampado rojo largo, muy ajustado, parecía viejo y anticuado. Llevaba unos zapatos rojos descoloridos con un taconcito corto y fino. También lucía un moño extraño con rulos. Fumaba un cigarrillo largo mentolado que sostenía entre dos dedos flacos, nudosos, con unas uñas largas y rojas.
– Hola, soy tu vecina. He visto como descargaban los de la mudanza y he venido a saludar. Me llamo Eglantina, vivo en la casa roja de ahí arriba. Somos muy pocos por aquí, hay que conocerse- Dijo mientras estiraba el cuello para ver el interior.
– Hola, Zinnia, encantada. – contestó escuetamente. Trataba de ser amable a la vez que firme, sospechaba que Eglantina era una cotilla.
– Oh, té – tenía la taza en la mano – me iría fenomenal tomar uno ahora…
– Disculpe, pero tengo todo aún en las cajas, esta es la única taza limpia que tengo, sospecho que es la única taza que tengo. Todo está por en medio y sucio…
– Oooh- dijo con cara decepcionada-, no pasa nada, en otro momento será. Si necesitas algo puedes venir a verme, estaré encantada de echar una mano, mi puerta siempre está abierta, día y noche. Sobre todo de noche: si no puedes conciliar el sueño, siempre puedes venir tú a tomar el té a mi casa. – dijo esto último con cierto aire siniestro. Aquella mujer no le caía bien.

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La vida en aquella casa era un infierno. La caldera se apagaba cada dos por tres y tenía que salir al exterior a encenderla. Sólo un fogón funcionaba, el más pequeño, era imposible cocinar nada. La corriente eléctrica sufría subidas y bajadas de tensión continuamente. Había tanta humedad que tenía que sacar los cuadros al exterior para que se secasen. Sólo ocupaba la planta baja de la casa, y todo crujía tan amenudo que uno podría decir que alguien caminaba sobre el parquet allí arriba.
Habían pasado tres días y ya estaba pensando en marcharse. Pero estaba pintando más que nunca. Unos cuadros alucinantes. Estaba inspirada y no quería romper la racha. Había descubierto el lugar perfecto para pintar: la luz en el jardín tras la casa era ideal. Una tarde estaba bosquejando allí afuera, concentrada, y no se dió cuenta de que tenía un observador. De pronto reparó en ella con un sobresalto.
– Hola. He llamado a la puerta, como nadie contestaba he dado la vuelta a ver si te veía. ¿Que tal todo en tu nueva casa? – Eglantina la observaba apoyada en la vaya blanca. Tenía el mismo aspecto que el primer día que la vio.
– Bien.
– Me alegro. Sólo había venido a comprobar que estuvieses bien – Ni que fuese mi madre, pensó Zinnia- ¿Nada raro?
– Todo en orden.
-Así que eres artista. Siempre es interesante conocer a artistas. A ver cuando me enseñas una pequeña muestra de tu talento
– Me temo que no tengo muchos cuadros aquí.
– Seguro que aquí pintarás muchos – Hizo una pausa para dar una profunda calada a su cigarrillo mentolado – ¿Has tenido ocasión de conocer a los demás vecinos?
– No, no salgo mucho.
– Ya me he dado cuenta. Te pondré al corriente. En la casa verde vive el sr. Morales. Es un solterón taciturno y gruñón, pero adora sus plantas. Tiene un jardín precioso. Puede parecer un hombre hosco, incluso dar miedo, pero yo creo que un hombre que ama así sus plantas no puede ser malo- hizo una pausa, que aprovechó dar unas cuantas caladas-. Luego está la señora Enriqueta. Vive en la casa ocre. Es viuda y está un poco loca. A veces se va la ciudad, a casa de su hijo, pero nunca está allí demasiado tiempo, su nuera la odia. El resto de casas están vacías, excepto aquella pequeña de ladrillo. Allí vive un joven apuesto, aunque muy reservado y antipático. Dicen las malas lenguas que es un criminal que se esconde ¿No crees que es muy excitante, querida?- esta vez no le dio tiempo a contestar- Pero yo no creo que sea un criminal, no hay que creer todo lo que una oye
– Vaya, menudo vecindario de solitarios.
– Por supuesto, aquí no vienen las familias felices. Una verdadera lástima.
Eglantina tiró un cigarrillo y prendió otro. Zinnia sentía que había un trasfondo tétrico en sus palabras.
– Bueno querida, tengo que marcharme, tengo algo en el fuego. Cuídate, y no dudes en venir si necesitas algo.

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Zinnia no descansaba bien. Todo eran crujidos y ruidos extraños. La oscuridad en la casa por las noches era sofocante. Cuando lograba conciliar el sueño tenía pesadillas extrañas que la llenaban de inquietud. Estaba mirando el techo, tratando de distinguir las molduras. Sopesaba la idea de dormir con la luz encendida, o tal vez de cambiarse de habitación. En algún momento debió dormirse, al fin.
Algo la despertó, como si le diesen un empujón en el hombro. Pero no había nadie detrás. Estaba en el salón. Pero no estaba como lo había dejado al acostarse: lleno de cuadros, caballetes, pinturas, telas… En el centro había una mesa de madera alargada con el sobre de cristal. Ella estaba sentada a al mesa. Había más gente en la mesa. Parecían estatuas que se hubiesen quedado congeladas en un gesto efímero: charlando, bebiendo, bostezando… durante una agradable comida. Todos tenían los ojos cerrados. También tenían los pies descalzos y metidos en agua. En el suelo había un palmo de agua. Ella misma tenía los pies en agua. Estaba fría. Se levantó, quería abrir la puerta, todo se estaba mojando, pero no podía abrirla. No podía salir de aquella sala. Se asustó. Pensó que las estatuas podían volver a la vida en cualquier momento y sorprenderla allí…
Entonces despertó. Sólo había sido una pesadilla.

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Había salido a pasear para despejarse. Tenía una gran sensación de inquietud dentro de la casa. Paseó por los alrededores del vecindario. Se subió a una colina cercana. Desde allí divisaba las casas: la roja de Eglantina en primer termino. A la izquierda la del señor Morales. Un poco más al fondo la de la señora Enriqueta. Le pareció ver a la mujer andando tras los cristales. Luego dos casas más, vacías. La suya era la de más a la derecha. Se le antojó un poco tétrica. La casita de ladrillo no se veía desde allí. Estaba en una zona más boscosa.
Al volver de su paseo pasó junto a la casa de Eglantina. Una columna de humo blanco salía de la chimenea. Tenía varios cactus en macetas en la parte de atrás de la casa. Divisó a Eglantina en una ventana, estaba al teléfono y hacía algo en una mesa, jugar a naipes tal vez. Pareció intuirla: levantó la vista y la saludo con la mano. Le hizo gestos para que entrase. Zinnia no tenía ganas, pero no quería ser maleducada. Se acercó a la entrada. La señora Eglantina apareció inmediatamente en la puerta.
-Hola querida, al fin te decides a visitarme. Pasa, pasa.
– Estaba dando un paseo.
Pasaron a un saloncito pequeño. Estaba empapelado con un papel estampado con grandes flores. La invitó a sentarse en un sofá granate. Era muy cómodo. Hacía calorcito allí dentro, se estaba bien.
– Estas un poco pálida.
– No duermo bien últimamente.
– Te pondré un té, mezcla especial. Se lo robo al señor Morales, no se lo digas. También te pondré rosquillas.
Desapareció por otra puerta. La escuchó trastear en una cocina al fondo mientras canturreaba. Al poco volvió.
– Aquí tienes querida. Con esto repondrás fuerzas.
– ¿Usted también vive sola?
– Si claro.
– ¿No tiene marido?
Eglantina se rió mientras apagaba su colilla.
– Nunca he estado casada. Me enamoré de un hombre comprometido, mayor que yo. Nos hicimos amantes. Él me mantenía. Yo lo quería mucho. Luego murió. Ya no era tan joven, y no tenía muy buena fama. Fuí trampeando. De puta pasé a bruja. Echo las cartas, el Tarot. Algún día puedo tirartelas, si quieres.
– No creo en esas cosas.
– No hace falta que tú creas en ellas, querida…- encendió un nuevo cigarrillo- Con los ahorrillos compré esta casa para retirarme. Eran unas casas muy bonitas. Pero siempre han tenido mala fama. Dicen que estan embrujadas, la zona en que están construidas era de mal fario, frecuentada por fantasmas, la gente evitaba pasar por aquí. Nadie quería venir. Yo compré muy barato. El arquitecto se arruinó. Pretendía hacer un barrio de lujo, con casas diferentes, originales. Cada casa tenía un motivo, un carácter, una personalidad única. La casa en la que estás tú vives, la azul, es la última que se vendió. Los dueños sólo duraron una semana. El arquitecto se volvió loco, hablaba de que las casa elegírían a sus dueños y no al revés. Luego empeoró y se mató. Se ahorcó en un árbol, por aquí cerca.
– Joder, que panorama…
Eglantina se rió de nuevo- Pero yo llevo aquí 30 años y estoy muy agusto. Ojalá vinese más gente, eso sí.
La merienda le sentó realmente bien a Zinnia. Le dió energía, como calor por dentro. Poco despues se despedía de Eglantina y volvía a su casa.

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Poio dice:

    guau… me quede helado con el final del arquitecto. y la vieja que echa las cartas… asusta de verdad. segui escribiendo estos «macro» cuentos. estan alucinantes. quiero le final ya. ajajaja.

    saludos.

  2. fanou dice:

    No se vayan todavía… aún hay más! (falta el final).

  3. David dice:

    Guuuuauuuu me estas dejando impactadisisisisisimo con estos relatos.
    No tenia ni idea de esta capacidad tan increible para escribir. te doy un 20 sobre 10.
    En el dutti nos vemos wapa. jeje

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